El cerco

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A medida que el círculo se cierra, que el cerco se estrecha, la visión del horizonte queda reducida a un globo negro de sombras inquisitivas, a un grupo extraño de rostros al acecho, a una mezcla uniforme de curiosidad y desprecio que observa amenazante la presencia del cínico. ¿Qué espera en realidad el Poder enfrentado al Arte de la renuncia? ¿Qué espera Alejandro el Grande, conquistador y dueño del mundo, ante la viva imagen de la negación de su fuerza? Gaspard de Crayer, discípulo de Rubens, pinta al cínico a los pies de la Razón de Estado mientras los símbolos de la monarquía universal se elevan hacia un cielo cubierto de nubes. Mientras tanto, Diógenes, dueño de sí mismo, se arrastra por los suelos como un perro distraído; no tiene prisa por acudir al trabajo ni por seducir a Dionisos; por producir riquezas, casarse, defender a su patria o criar niños. Lo de Diógenes (mientras Alejandro y los suyos observan) es más una cuestión de economía de medios. Si Sócrates pasea por el mercado y exclama: "Cuántas cosas hay que no necesito", el cínico arroja su vaso y su plato al ver que un hombre come sobre un trozo de pan y que otro bebe en la palma ahuecada de su mano. En el Arte de su renuncia está la inspiración de mi propia renuncia y la esperanza de que ésta, algún día, sea también correspondida. Morir (más tarde) por la ingesta de un pulpo crudo o devorado sin más por los perros; morir finalmente (si es que esto es posible) conteniendo la respiración voluntariamente. Es decir: adueñarme de mi muerte, a fin de cuentas, del mismo modo en que uno se adueña de su vida; dedicar el resto de mis días a lavar lechugas y esperar sin más la muerte, alejado del esfuerzo. Roxana Kreimer, en Las cuatro muertes de Diógenes el perro, nos narra esta crítica radical a la civilización que nos ha legado la antigüedad clásica. La fábula de la vida y de las muertes de Diógenes enlaza con nuestra propia vida y con las decisiones que, a diario, nos vemos obligados a hacer frente. No se trata sin más de aceptar la masturbación (que también, llegado el caso), ni de teorizar la pobreza absoluta o el más que improbable retorno de la antropofagia. Como apunta Kreimer, la solución al problema está en que Diógenes sabe que sólo es pobre quien desea más de lo que puede adquirir, y que sólo puede ser dueño de sí mismo quien toma a la sabiduría como única moneda de buena ley y por ella está dispuesto a cambiar todas las cosas. Otro Diógenes, Diógenes Laercio, en su Vidas de los filósofos más ilustres, dejó escrito en un diálogo los signos que nos muestran esta experiencia:
Alejandro se paró delante de Diógenes y le dijo: "Pídeme lo que quieras, que te lo concederé", a lo que Diógenes respondió: "Córrete, que me tapas el sol".
"Córrete, que me tapas el sol", esto podemos decir o podemos callar, también, y no añadir nada. ¿Esperaremos, entonces, a que se estreche el cerco? ¿Dejaremos que las nubes de Alejandro gobiernen nuestros días? Diógenes señala las sombras y el disco solar de los hombres libres. Como diría el cínico: ¡Ojalá pudiéramos saciar nuestro hambre restregándonos el estómago!
3 comentarios
Cayetano -
No puedo decir otra cosa. Bienvenida sea Genoveva a este mundo en el que, tambien, hay flores y mariposas. Hermosa y frágil.
Imposible escribir comentarios en tu blog. Un abrazo,
itn -
Enrique no dejes de pasar a conocer a genoveva:
http://www.zonalibre.org/blog/mariposaenpekin/archives/074012.html
pini -
no hay que despertar la furia de la perla negra. (ja, es blanquísima, todavía)